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“Me da paja” es una de las expresiones más escuchadas entre adolescentes y jóvenes. No es solo una forma de decir que no tienen ganas, sino que encierra algo más profundo y epocal: una sensación de desgano que los puede acompañar desde la adolescencia hasta la adultez. Cada vez más niños pequeños recurren a esta expresión, que se convierte en práctica y cada vez más familias consultan porque están sorprendidos.
“Fuimos de vacaciones y no querían salir del hotel, decían que les daba paja ir a la playa”, cuenta la madre de dos niñas de 10 y 12 años.
“Nos resulta imposible organizar una salida, no quieren venir, todo lo que no sea estar con el celu o la tablet les da paja”, relata la madre de un niño de 11 años.
“Los dejamos en el departamento por unas horas porque no querían ni venir al shopping en Chile. Se quedaron como si nada y nosotros aterrados y conectados por cualquier cosa”, expresa una pareja sobre sus hijos adolescentes.
Más que falta de ganas o motivación, es un síntoma de la angustia contemporánea, de la dificultad para sostener el deseo más allá de lo que se ofrece en una pantalla, de un mundo que sobreestimula, pero no da lugar a la espera, al aburrimiento ni al trabajo psíquico necesario para construir proyectos propios.
El “me da paja” es mucho más que una simple expresión de desgano. Es un síntoma de la época, una señal de una subjetividad atrapada entre la hiperestimulación y el miedo al futuro. En una sociedad donde todo parece inmediato, pero a la vez incierto, procrastinar no es solo postergar una tarea, sino una manera de evitar la angustia de comprometerse con un deseo.
El miedo al futuro, a la frustración y al error convierte la procrastinación en una defensa. En lugar de proyectar, se posterga. En lugar de involucrarse, se elige la pasividad. No es que los adolescentes y jóvenes no deseen, sino que las condiciones actuales los sumergen en un circuito de evitación permanente. En este contexto, el “me da paja” se instala como un mecanismo que permite mantenerse al margen sin asumir riesgos.
No es casualidad que en los 2000, en plena crisis social, política y económica en Argentina, hubiésemos recibido un aumento de consultas por adolescentes autoencerrados. En un contexto de incertidumbre, de falta de futuro y de presión social por el rendimiento, muchos jóvenes reaccionaron replegándose en el hogar y refugiándose en el mundo virtual. Era una forma de decir “no puedo más” sin palabras, de manifestar un desborde psíquico ante una sociedad que exigía más de lo que podían dar.
Este fenómeno guardaba semejanzas con los Hikikomori en Japón, un término descrito por primera vez en 1998 por el psiquiatra Dr. Tamaki Saito. Los Hikikomori son adolescentes y jóvenes adultos que se ven abrumados por la sociedad y se sienten incapaces de cumplir los roles sociales que se esperan de ellos, reaccionando con un aislamiento extremo. Rehúsan abandonar la casa de sus padres y pueden encerrarse en una habitación durante meses o incluso años.
En Japón, llegaron a existir programas específicos de tratamiento, incluyendo la construcción de habitaciones para estos jóvenes y la figura de las “hermanas de alquiler”, cuidadoras encargadas de asistirlos en su reclusión. En su punto más alto, el fenómeno alcanzó a más de un millón de jóvenes en Japón.
A lo largo de los años 2000, observé y atendí casos similares en Argentina y en América Latina, lo que me llevó a desarrollar el concepto de Síndrome por autoencierro, como una variante de este fenómeno adaptada a nuestras realidades socioculturales. En muchos de estos casos, el autoencierro no respondía a un trastorno mental severo, sino a la sensación de no estar preparados para enfrentar el mundo. La exigencia de la sociedad, las altas expectativas y la falta de herramientas subjetivas los llevaban a desconectarse del entorno como una estrategia de defensa. Escribí artículos y columnas y hasta un libro que nunca publiqué “Sindrome por autoencierro: la adolescencia recluida” y que ahora tantos años después vuelvo a hojear con cierto temor por la permanencia de algunas cuestiones inquietantes.
Más de dos décadas después, el fenómeno del “me da paja” parece emerger en una nueva crisis epocal. No solo atravesamos tiempos de hiperestimulación y agotamiento digital, sino también un horizonte incierto donde el futuro no se presenta como un proyecto posible. Si en los 2000 el encierro era, para algunos adolescentes y jóvenes, una forma de defenderse del fracaso y la frustración, hoy la procrastinación generalizada y el desgano podrían ser una manifestación de la misma angustia en un escenario diferente.
¿Es el “me da paja” una señal de una nueva forma de crisis subjetiva? ¿Estamos frente a una generación que ya no encuentra sentido en el esfuerzo porque siente que el horizonte no existe?
El “me da paja” podría interpretarse como una resistencia pasiva frente a la exigencia de hiperproductividad. Byung-Chul Han habla del “agotamiento por rendimiento”, donde la sociedad ya no impone la disciplina, sino que cada sujeto se explota a sí mismo. En este contexto, procrastinar o evitar podría ser una forma de decir “basta” sin decirlo. Mientras que generaciones anteriores se rebelaban activamente, hoy la resistencia parece darse en la apatía, en la falta de involucramiento, el retiro a la alcoba.
El desafío es enorme: ¿cómo trabajar con adolescentes y jóvenes para reconstruir el deseo sin caer en discursos moralizantes o adultocéntricos? Más que exigir esfuerzo, se trata de crear espacios donde el deseo pueda desplegarse sin estar mediado por algoritmos y sin la presión de la inmediatez.
Desde lo clínico, lo educativo y lo social, es fundamental entender que la apatía es una respuesta a una angustiosa y la angustia es señal de algo que hay que atender.
Y si queremos que “me da paja” deje de ser la frase que define a una generación, primero debemos escuchar lo que realmente están diciendo cuando la pronuncian.
* Sonia Almada es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.
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