Cañada Molina: custodiando los últimos cipreses del norte neuquino

El 21 de septiembre, Cañada Molina celebra un nuevo aniversario como Área Natural Protegida: un territorio donde ciencia, memoria y educación se entrelazan para cuidar un bosque milenario y proyectar un futuro más sostenible.

Actualidad22/09/2025Redacción NARedacción NA
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Las laderas abruptas de la Cordillera del Viento guardan un secreto que resiste miles de años: los cipreses milenarios de Cañada Molina. Árboles que vieron pasar siglos de viento seco y nieve tardía, que sobrevivieron al fuego y al hacha, y que hoy siguen en pie como testigos de la historia natural del norte neuquino.

El 21 de septiembre este rincón celebra un nuevo aniversario como Área Natural Protegida para resguardar el relicto más septentrional del ciprés de la cordillera, un patrimonio que es tanto biológico como cultural. Preservar este bosque no es solo cuidar árboles dispersos en la montaña: es sostener la memoria viva de una región entera como es el Alto Neuquén.

En 1993, Neuquén realizó un acto de justicia con la naturaleza: declarar a Cañada Molina Monumento Natural Provincial. Años más tarde, la Ley 2594/08 la incorporó al Sistema Provincial de Áreas Naturales Protegidas, consolidando su lugar dentro de la red de territorios que la provincia decidió custodiar a perpetuidad.

El propósito fue claro desde el inicio: proteger el ciprés de la cordillera (Austrocedrus chilensis), una especie que llegó a este rincón del norte neuquino hace cientos de años y quedó aislada, como un sobreviviente del tiempo glaciar. Desde entonces, Cañada Molina no es solo un refugio forestal: es un espacio científico, educativo y cultural que habla de futuro cada vez que se nombra su pasado.

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El área se ubica en el Departamento Minas, a pocos kilómetros de Huinganco y Andacollo, en esas quebradas que parecen haber sido diseñadas para la resistencia. Se accede desde Chos Malal, recorriendo la ruta provincial 43 y luego la 39 hasta el paraje Chara Ruca, donde el paisaje se abre y aparecen, solitarios, los cipreses.

El ciprés de la cordillera (Austrocedrus chilensis) es un árbol que parece hecho para contar historias largas. Endémico de Argentina y Chile, resiste donde otros claudican: soporta zonas secas, crece en suelos pobres y busca, como un instinto de supervivencia, las laderas más sombrías y húmedas. En el norte neuquino su presencia es casi milagrosa: sobreviven apenas mil individuos, de los cuales unos 300 se encuentran en Cañada Molina, como un pequeño ejército de centinelas verdes en medio de la montaña.

Algunos superan los 1.400 años de vida. Sus anillos de crecimiento son archivos vivientes: allí se puede leer cómo cambiaron los inviernos, cuántas sequías golpearon, qué tanto varió el clima en los últimos siglos. Pero no se trata solo de longevidad. Cada ciprés de esta cañada es distinto al otro: la variabilidad genética que guardan es un tesoro invisible, clave para enfrentar enfermedades, plagas o cambios climáticos.

Se cree que estos ejemplares quedaron aislados durante el último período glaciar, hace unos 20 mil años, sobreviviendo en pequeños sectores libres de hielo. Ese aislamiento los obligó a evolucionar de manera independiente, lo que explica sus particularidades.

La historia de los cipreses del norte neuquino también es la historia de los errores humanos. Durante décadas, fueron talados para apuntalar túneles en las minas de oro, convertidos en tablas para construcciones o leña para atravesar inviernos largos. A veces, incluso se les prendía fuego para “desramarlos” y facilitar su tala: una paradoja cruel, incendiar lo vivo para volverlo más fácil de morir.

Hoy las amenazas cambiaron de forma, pero no de fondo. La ganadería extensiva pisa fuerte: el pastoreo y el continuo tránsito del ganado dificultan la regeneración natural de los renovales. A esto se suman las especies exóticas como la liebre y el conejo, que devoran brotes tiernos antes de que tengan una oportunidad de crecer.

También el turismo sin regulación deja su marca: un sendero improvisado puede significar la pérdida de un árbol joven. Y, como siempre, está la amenaza silenciosa del fuego, que en Rahueco y en otras cañadas cercanas dejó aún visibles los esqueletos negros de cipreses quemados.

Frente a las amenazas, también crecen las respuestas. En Huinganco, el vivero y la Escuela Forestal de Chara Ruca producen plantines de ciprés de la cordillera que luego se utilizan para repoblar sectores degradados. Es un trabajo paciente, de manos que entienden que plantar un árbol es plantar también tiempo, memoria y futuro.

Los municipios de Huinganco y Andacollo se sumaron a este esfuerzo colectivo, articulando con la provincia para fortalecer la gestión de Cañada Molina. La educación ambiental se volvió otro pilar. Escuelas y organizaciones comunitarias visitan la cañada para aprender de primera mano lo que significa conservar.

También se trabaja en proyectos de ampliación de áreas protegidas en sitios estratégicos como Rahueco y Riscos del León, donde subsisten otros grupos de cipreses.

El rol de los guardaparques: memoria viva en la montaña

Si los cipreses son guardianes del tiempo, los guardaparques son quienes traducen ese silencio en palabras. Nicolás y Américo lo dicen claro: “Para nosotros este aniversario es una oportunidad de mirar hacia atrás y poner en valor lo que se hizo y se hace por la conservación, pero también de reflexionar sobre lo que falta por hacer”.

Ellos recuerdan los primeros años de trabajo con imágenes nítidas: los nervios de hablar frente a una escuela y la sorpresa de los chicos al descubrir que esos árboles podían tener más de mil años. “Lo que más recuerdo es cuando encontramos renovales de ciprés creciendo naturalmente; fue una buena señal de recuperación en un ambiente muy golpeado por la tala”, cuentan.

La biodiversidad del área también se hace presente en sus relatos. Destacan los más de 300 ejemplares de ciprés, algunos con más de 1.300 años, acompañados de ñires, radales y aves que conviven con vuelos majestuosos de cóndores. “Hay presencia de hurón menor, zorros, chinchillón, entre otros. No hay una especie que sobresalga, pero el ciprés es sin dudas la más emblemática”, remarcan.

Pero los desafíos son grandes. Los dos coinciden: incendios, ingreso de especies exóticas y pisoteo de renovales son amenazas permanentes. Y agregan el cambio climático como una presión silenciosa sobre todo el ecosistema.

El vínculo con la comunidad es otro capítulo central. “La escuela es la que más se involucra: hacemos recorridos hasta el límite del área y charlas en las aulas, y los chicos transmiten esos valores a sus familias”. Recuerdan también la cabalgata escolar para recolectar semillas nativas, un ejemplo de cómo la educación ambiental se vuelve acción concreta.

Mirando hacia adelante, imaginan un área ampliada y fortalecida. “Nos vemos en 10 o 20 años con un área más grande, con las especies que hoy protegemos y con los frutos del trabajo que hacemos todos los días”. Y dejan un mensaje claro: “A quienes no conocen Cañada Molina les diríamos que se acerquen, que tiene una gran riqueza natural y cultural, y que siempre lo hagan con respeto por la naturaleza y la conservación”.

Cada aniversario es un recordatorio: lo que hoy parece obvio -que esos cipreses estén ahí, firmes en la ladera- no siempre lo fue ni lo será si bajamos la guardia. El 21 de septiembre no es solo una fecha en el calendario ambiental: es la oportunidad de renovar un pacto con la montaña.

Cañada Molina encarna la paradoja de la naturaleza: fragilidad y fortaleza en un mismo tronco. Unos pocos cientos de árboles cargan sobre sí la memoria de glaciares, sequías, incendios y talas, pero también la esperanza de quienes trabajan día a día para que no se conviertan en recuerdo. Guardaparques, escuelas, comunidades y gobiernos se trenzan en la misma tarea: sostener un patrimonio que es biológico, cultural y también político, porque cuidar el bosque es decidir cómo queremos habitar el futuro.

El desafío está abierto. Y la invitación también: caminar la cañada, mirar un ciprés milenario y entender que cada anillo de su tronco es, en realidad, un mensaje a quienes todavía tenemos la responsabilidad de escribir el próximo capítulo.

 

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